Nunca he practicado el alpinismo a pesar de haber hollado algunas cumbres de manual. Sí conozco la montaña y amo el espíritu, el sacrificio y la disciplina que conlleva la práctica de cualquier deporte. Es por ello que sigo la estela de algunos cazadores de nubes.
En estos días se habla de la desgraciada muerte de Tolo Calafat. Es triste, pero la montaña -tanto como el mar- es capaz de tragarse lo que le venga en gana. Y esta vez le ha tocado a él. Triste y duro, pero seguro que era consciente del peligro que encerraba su desafío.
Y ya basta.
En realidad yo quería rebuznar.
En las cumbres heladas de más de 8.000 metros no hay organismos oficiales, ni picoletos, ni policías, ni nada de nada. Sólo nieve, piedras y nubes. Por otra parte, los alpinistas han perdido la vena poética y ahora compiten entre ellos como putas por rastrojo. Y escalar montañas a ese nivel es una afición cara, así que no queda otra que recurrir a spónsores. Cadenas de televisión y multinacionales ponen medios materiales a disposición de los futuros héroes de las alturas para sufragar sus gestas. En estos días, parece ser que se han juntado en el Annapurna los escaladores, los sherpas, alguna cabra perdida, los cámaras, los ayudantes de cámara, el helicóptero y la madre que los parió a todos. La falda de la montaña convertida en una casa de putas, decenas de personas en cada campamento, los teléfonos satélite y los calderos echando humo todo el día para alimentar a esa cantidad de almas. Los héroes bajan destrozados, con los miembros congelados mientras que los sherpas se pasean por las cimas tan panchos cargados con los trastos, campamento arriba, campamento abajo. En fin, sé que es una valoración apresurada y frívola, pero entienda el profesional de las cuerdas que es la sensación que ha suscitado en el profano en la materia. Es lo malo que tiene venderse a cambio de unos buenos crampones. El muerto -después de hollar- al hollyo y ellos a sacarse lo ojos de las cuencas, o lo que es lo mismo: entre puta y puta, taconazo.
Miss Oh, la alpinista coreana que se propuso ser la primera mujer en coronar los 14 ochomiles inició una carrera contrarreloj contra la española (sí, española he dicho) Edurne Pasabán. Las piernas las ponía ella; lo demás la televisión que la subvenciona. En dos años se ha hecho la mitad de su carrera, pero …¡ay¡ su hazaña ha sido puesta en tela de juicio. Dos de sus cumbres son «disputed», es decir, dudosas. No entraré en detalles, teorías, ni en términos en sánscrito porque no es el lugar al que quería llegar. Quiero llegar a otra parte.
A ésta:
Miss Hawley
Esta ancianita con cara de abuela malafollá, de las que no cuenta cuentos a sus nietos sino que los enjabona y frota con un estropajo de esparto…, esta ancianita en realidad es un oráculo, un comité, una autoridad: la notaria de las cumbres del Himalaya.
Ella y sólo ella tiene el poder de legitimar la coronación de un ochomil. El procedimiento es rigurosamente científico: el alpinista sube su cumbre, pincha la bandera de rigor en la roca nevada (inciso: Edurne no quiso pinchar la rojiualda, así que la fotografiaron de manera oficial con el logo de TV1. Qué gran deportista pero qué petarda…) ; sus sherpas, cámaras, ayudantes o la cabra perdida por el monte le hacen la foto con las nubes de fondo; el alpinista baja con sus sherpas, cámaras y ayudantes. La cabra igual se queda allí arriba. Deshacen el camino, se descongelan, descansan y cuando pasan unos días, semanas o meses, el héroe o la heroína tiene que pasar por la piedra de las ochenta y siete primaveras de Miss Hawley. Esto es, entrevistarse con ella, que a pesar de no haber hollado nunca ninguna cima le hará una batería de preguntas y en función de lo que responda, ella y sólo ella legitimará la escalada. ¿Qué por qué? Bueno, pues en primer lugar la ancianita dispone
del mayor archivo de datos relacionado con el asunto que nos ocupa y en segundo, porque a pesar de todo el alpinismo es una epopeya y la presencia de
Miss Hawley así lo corrobora.