Leo con asco el obituario dedicado a Samaranch, ‘cortesía’ de la pluma resentida de Salvador Sostres, un seudointelectual de profesión provocador y catalanotalibán, malo de cojones, retorcido, cutre y rencoroso al estilo de Garzón pero en versión marrullera. En fin, qué se le va hacer. Esto es lo que tenemos: proliferación de rojos y progres de pandereta empeñados en que las nuevas generaciones hereden el rencor histórico que les caracteriza. Putas de la comunicación, mercaderes de la palabra…
Culé tenía que ser.
Que les den por culo a todos.
Coincidí con don Juan Antonio Samaranch en un conocido restaurante barcelonés. El dueño tuvo la deferencia de acomodarlo en la mesa contigua a la nuestra. Tuve que controlarme y ser educada. Me hubiera gustado levantarme y darle un abrazo, pero me conformé con esconder el teléfono móvil bajo el mantel para hacer spam a todos mis contactos: ¡Estoy comiendo al lado de Samaranch!. Ya estaba mayor, pero derrochaba señorío, glamour, saber estar, seny y todo lo bueno que se le pueda suponer a un señor de una dimensión estratosférica. Afortunadamente lo recordaremos por sus hechos, no por las palabras de un descerebrado oportunista que carece de escrúpulos.
Pero yo no quería rebuznar hoy, sino rendirle un homenaje pequeño, ridículo y modesto a Samaranch. Y no se me ha ocurrido mejor forma que renegar de mis dolencias, pasármelas por el forro y pegarme una sesión quasi mortal de ejercicio. Sudada, medio muerta pero feliz, sin apenas dolor (¡milagro, milagro, que beatifiquen a Samaranch!) estoy en condiciones de apostar un mollete de Antequera relleno de jamón -con aceite y tomate- y una caña a que he perdido tres kilos de sebo durante la excepcional gesta.
…Porque yo amo el deporte y gran parte de ese amor se lo debo a la excepcional labor que hizo Samaranch. Y gracias a ese amor, entre otros muchos beneficios y grandes momentos de gozo, mi culo soberano levanta pasiones.
Descanse en paz junto a Bibis, la gran dama que fue su primera esposa.